ALEMANES, LOS, SERGIO DEL MOLINO
El 2 de mayo de 1916, los vapores Cataluña e Isla de Panay atracaron en el puerto de Cádiz.
Transportaban a seiscientos veintisiete alemanes procedentes de la colonia de Camerún,
conquistada por los aliados en febrero de ese año en uno de los episodios menos conocidos y
menos comentados de la Gran Guerra. En lugar de rendirse a sus enemigos, los alemanes se
entregaron a las autoridades españolas en Guinea. España, como potencia neutral, los acogió
como internados. Ya no abandonaron el país y se instalaron, sobre todo y entre otras ciudades, en
Alcalá de Henares, Pamplona y Zaragoza. Pronto se harían famosos y serían conocidos como los
alemanes del Camerún.
Hasta aquí, la historia tal y como aparece en los registros. A partir de aquí,
la leyenda.
1. Fede
Iré a ver a papá, le dije. Claro que iré. Ya había decidido ir antes de que me
clavase el codo con la mirada, y mucho antes de que chasqueara la lengua y suspirase. Se le pone
cara de adolescente cuando se enfada, pensé, pero a lo mejor sólo se la veo yo. Serán cosas de
hermanos.
Cuando bajé del taxi y me encaminé a la cancela, Eva me vio venir y cruzó
los brazos. Rígida, ni adelantó una pierna para salir a mi encuentro. Esperó a que llegase y ni
siquiera respondió a mi abrazo. Le di un beso en la mejilla, un beso de verdad, de los que
manchan, y no se movió ni me saludó. ¿Vienes directo, sin pasar por casa de papá?, me dijo, como
si yo tuviera la culpa de los horarios de Iberia, como si hubiese urdido una trama de trenes
retrasados y vuelos cancelados.
—¿No has traído maleta? Pensé que te quedabas unos días, hasta la
despedida, al menos —dijo, mirando la mochila que llevaba a la espalda, una mochila pequeña
donde sólo cabían dos camisas y una muda.
—No quería facturar, ya me apañaré. Que sí, joder, me quedo unos días,
claro que me quedo unos días.
—Bien, porque habrá que decidir qué hacemos con los papeles de Gabi y
hay que firmar un montón de cosas.
Eso, decidamos ahora. Arreglémoslo todo en la puerta del cementerio,
antes de que me vuelva a escapar y no responda a los correos y finja que mi vida no tiene nada
que ver con la vuestra.
Ya no tenía flequillo que soplarse cuando mi presencia se le volvía
insoportable. Llevaba media melena y le sentaba bien. Se había quitado algún año. La última vez
que la vi parecía una señora triste llena de raspas, pero había cambiado. Me sonaba que tenía un
novio. Sería uno de esos que compadreaban en la puerta, un tipo fino y educado, alguien cariñoso
que no le haría perder la compostura. Me habría gustado decirle que la veía muy bien, que sonaba
feliz, que ya no era aquella mujer vencida que tanto me espantó la última vez.
—Bueno, ya hablaremos luego. He reservado mesa en Angelito, puedes ir
a ver a papá después, ¿te parece?
Me tocó el brazo y me acarició la chaqueta arrugada. Dudó un segundo y
dibujó algo así como una sonrisa. Retrocedí un paso ante aquella suavidad, y ella me abrazó sin
que yo pudiera responder. Acercó su boca a mi oreja y me dijo:
—Apestas, tío, y te canta el aliento, no te acerques mucho a la gente.
La gente a la que no podía acercarme era un grupo bien vestido, un poco
rancio, a la moda provinciana de la ciudad, que era eterna y recordaba mucho a la moda
provinciana de mi ciudad alemana. En medio de aquel grupo de trajes aburridos para señora y
caballero comprados en las plantas respectivas del Corte Inglés, mi chaqueta con coderas y mi
camisa a cuadros desentonaban como nunca desentonó Gabi, cuyo contraste con el paisaje textil
de la ciudad era de contrapunto. Yo iba despeinado y sin disimular una mancha de tomate en la
pernera derecha del vaquero, a la altura de la rodilla, resto de una currywurst zampada a toda
prisa en la terminal de Frankfurt cuando ya había empezado el embarque. Había sido mi desayuno,
y aún centrifugaba en el estómago, provocándome el mal aliento del que me había avisado mi
hermana y que podía utilizar como escudo contra esa sociedad concernida que me miraba de
reojo, sin confirmar ni desmentir que yo era yo, el que vivía fuera, el que nunca aparecía por casa.
Mi hermana entró y saludó a unos señores de la edad de papá, pero con
salud, capaces de vestirse, aguantar de pie, dar la mano y ofrecer pésames, y yo me quedé en la
verja, como si aún estuviese a tiempo de decirle al taxista que volviera. El funeral público —la
despedida, como lo llamaban con eufemismo— estaba programado para unos días después en el
teatro, con canciones, discursos, alcaldes, músicos, poemas recitados por escritores y todo lo que
se podía esperar para un difunto por quien la ciudad entera lloraba, como se leía en la prensa
donde se publicaban las esquelas a media página y sin cruces. Esto último era fundamental. Mi
hermana pidió pruebas de impresión de las esquelas antes de autorizarlas y me las mandó por
wasap con la frase si te parece bien.
Nihil obstat, imprimatur, le contesté.