I
1869, París, fin del invierno. Hay una ventana, tras la ventana el boulevard. Hay un general que mira a través del vidrio esmerilado, tiene mucho frío, la chimenea apenas lo calienta. El cielo es de un gris pesado y los árboles oscuras garras. El general voltea hacia el hogar con sus llamas azules que sobresalen detrás de la reja de hierro. Luego camina hacia el centro de la estancia, erguido, marcial. Es un sonido exacto, seco, que dura hasta cruzar la duela y de pronto desaparece. La alfombra se come el sonido de sus pasos, lo anula. Sesenta y cinco años. Casi tres en esa ciudad. Una semana antes, en el salón de Madame de Duras, un banquero judío le había echado en cara lo de siempre: Qué salvajes, cómo se atrevieron a matar a un Habsburgo. Pero no había querido discutir como en otras ocasiones, decir quién había sido el verdadero culpable sin importarle que aún estuviera en el trono, que lo dejaran de invitar a los salones y los bailes de la capital del mundo.
Hay, sobre el escritorio, un altero de sobres y un paquete. Los libros que cada mes recibe. Todo tiene un porqué en el mundo, y más los libros, eso lo aprendió hace mucho tiempo. Su objetivo a veces es tan directo como lo es un manual de artillería, un tratado de historia o una biblia, como la de su padre, el gran estratega; ya lo dijo Napoleón, pero no tercero, sino el gran Bonaparte: Dadme tres Morelos y conquistaré el mundo. Rasga el papel. Seis tomos medianos, idénticos. Uno es diferente, un poco más pequeño. Lo levanta. Del interior cae un sobre, pero no le hace caso. Una novela. El porqué de las novelas no es tan claro como el de otros libros y puede complicar la vida, como lo hace Víctor Hugo, como lo hace Balzac. ¿Y Las reglas morales del padre Finisterre?, ¿El libro sagrado de los sentidos de Tzao Kinouki?
Las orillas del tiempo, Carlos Soto Cabrales, no lo conoce. La portada es una constelación, un remolino, una idea. A un lado están los cinco tomos de la Historia de México de Lucas Alamán que tanto ha esperado, pero no existen ahora. Nunca ha visto una portada así. Hilos de plata, un divino cofre. Voltea a ver el otro, el de terciopelo rojo que descansa sobre la mesa de caoba, con su candado brillante de plata que cada semana se limpia junto con las vajillas, los candelabros, las escupideras y los cubiertos. Mantiene el libro en su mano derecha, lo acaricia. ¿Un ángel? ¿El manto de una Virgen tachonado de plata? ¿Por qué tanta pregunta? Las preguntas llegan cuando no hay nada que hacer, y sobre todo las trascendentales. Una mirada tras él. Voltea, la mucama está en la puerta sosteniendo una charola.
—La señora me manda a traerle té —la sombra de la mujer crece tras ella como un enorme fantasma. Hay que santiguarse.
Juan Nepomuceno Almonte, antiguo mariscal del Imperio de México, exembajador de la República mexicana en Inglaterra, Bélgica, Estados Unidos, Argentina, Colombia, capitán niño del ejército de los Emulantes, hijo del Siervo de la Patria. El sonido de la taza sobre la bandeja, de la cucharita muestra el nerviosismo de aquella mujer. Siempre el miedo, el mundo se rige por el miedo. Sin el miedo todo se paralizaría. Los grandes gobernantes, los generales, los empresarios, los artistas no tienen miedo. Por eso son tan peligrosos. Y él cada vez tiene más miedo. El libro en su mano respira y amedrenta. ¿Por qué? Ha leído en algún lado o se lo ha dicho algún maestro, de esos locos que se dedican a dar clases de Historia, que todo se escribe en el mismo instante en que se lee. La lectura es un hábito, los jesuitas en Nueva Orleans, una inercia, una vergonzosa necesidad de sobrevivir. Sobrevivir, ¿cuánto tiempo? Père Lachaise, Lolita, la generala Almonte, como le dicen, su insoportable compañera, ha pagado a sus espaldas una propiedad para, en su momento, estar más cerca del cielo.
Página cien, número cabalístico. ¿Por qué no comenzar a leer en la página nueve?, porque no hay tiempo, porque la vida se va acortando cada vez más, porque la vida en París es más corta que en ningún lugar del mundo. Muy corta, general, le había dicho su alteza Eugenia de Montijo aquella noche. Oh, mujer hermosa, olor a maderas, todo concentrado en esas esmeraldas que rodeaban el cuello blanco, perfecto. La inteligencia y el poder se convertían en ese brillo verde. Eugenia y las Tullerías. Se había tenido que detener en un pilar de malaquita. Preferible haberse exiliado en Nueva Orleans, entre negros y cobardes. Pero entonces tenía once años, y aunque estaba solo, con la zozobra de lo que pudiera pasar en su país, tenía once años. El exilio a esa edad era algo muy diferente, muy diferente. Había esperanzas. Al principio no podía dormir, esperando a diario la carta, las noticias sobre la toma de una plaza, la pérdida de la otra. Había llorado por el fusilamiento de Matamoros, de Galeana, por el fusilamiento de su padre. Poco a poco fue moldeando su propia vida en ese puerto lejano, viviendo ese día a día que lo alejaba cada vez más del pasado, hasta borrar su país. Había que matar el hambre, aprender a trabajar, a beber, aprender ese idioma que se volvería su tercera lengua. Primero el francés, luego el español y al final el inglés.
Y volvieron las lluvias, de repente…
El frío aumenta, pero el té y la lectura, y ese canapé de lana gruesa y la manta de oso, y la lluvia en ese campo mexicano, lo calientan. Adiós al gris del mundo, al gris del futuro. Ya no debe haber ideales. Eso lo anula la vejez. Ya no esperar como antes un ideal de nación, un ideal de mujer, ni al fantasma del padre que ya no se atreve a acercarse, o del amigo que no recuerda. Solo alguien. Ahora está cerca, lo puede encontrar en la puerta de su casa, en la esquina del boulevard, en el bistro. O solo imaginarlo ahí, a unos cuantos metros de donde se encuentra él, ensimismado en sus papeles, en un libro, soñando.
Levanta la taza y la acerca a sus labios. Es una taza de filos dorados, con motivos chinos verdes, rojos y negros. Es tan delgada como una hoja de papel. Dinastía Ming. El té, al acercarlo le acaricia la nariz, pero al dar el primer trago lo abofetea.
Dolores abre la puerta con sigilo, el leve rechinido la detiene, pero el golpeteo de la lluvia sobre el cristal de la ventana amortigua el ruido. Se decide, todo está muy oscuro. Baja la escalera deteniéndose del barandal que cruje a cada paso. Llega a la estancia, conoce cada baldosa, no hace falta luz para cruzarla y llegar. Se pone el chal sobre la cabeza y sale, el viento le moja el rostro. Da un paso. Siente la fuerza del agua y la piel se le eriza. Efrén aparece de pronto, iluminado solo de la mitad del rostro; una pequeña vela que cuida entre sus manos acaricia su piel y su ojo derecho, su pupila dilatada con ese claro azul, la mitad de su boca que frunce en una mueca.
—¿A dónde vas? —un trueno estremece la casa y borra la voz como un hachazo.
Ella mira asombrada esa bien conocida mitad de hombre y se le viene encima una línea interminable de imágenes. La lluvia sigue cayendo sobre su rostro.
—Solo voy… —otra vez un trueno y, por un instante, se detiene la noche…