Se fueron a la izquierda

porMonica Hesse

20 minutos

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Baja Silesia, agosto de 1945

Filas. Soy buena para las filas. Soy buena para las filas porque ahí no es necesario pensar, sólo permanecer de pie, y esta fila es fácil porque sólo quedan algunas personas al frente, y porque entiendo la razón que me obliga a estar formada, es una buena razón. Soy buena para las filas.

Frente a la fila, una mujer de aspecto oficial —de la Cruz Roja, creo— está sentada detrás de una mesa. Es una mesa linda para interiores, parece como si hubiera salido directo de un comedor. Sólo que, en vez de estar sobre una alfombra, está colocada sobre adoquines, y en vez de candeleros, sobre ella hay montones de papeles ordenados, además huele a cera para muebles, o eso imagino. Parece ese tipo de mesa. También tiene encima una taza solitaria junto a los papeles acomodados a la derecha de un lugar imaginario, como si ése fuera un vestigio del pasado de la mesa. Una taza de té para la funcionaria.

—Siguiente —dice ella, y avanzamos porque así funcionan las filas: avanzan.

Miro hacia atrás, hacia la puerta, pero las otras chicas-nulas no salen a despedirse. Soy la primera que abandona el hospital.

Durante las primeras semanas después de la guerra las pacientes más sanas siempre se despedían, siempre hacían planes. Se podía mirar por la ventana de la sala a casi cualquier hora y ver pasar un camión repleto de soldados alemanes camino a casa, o bien soldados polacos rumbo a su casa. Rusos y algunos canadienses, cada quien viajando en una dirección distinta hacia su casa, como si el mundo fuera un juego de mesa y todas las piezas estuvieran dispersas en los lugares equivocados del tablero.

Pero en ese momento ninguna de las chicas-nulas se sentía bien, por lo que todavía no tenemos un protocolo para cuando una de nosotras abandone la sala. No tenemos domicilios que intercambiar. No tenemos nada. No pesamos nada, no sentimos nada; durante años existimos sin nada.

Nuestras mentes son nada. Ésa es la mayor nada, la razón por la que aún estamos en el hospital. Nuestras mentes son blandas. Estamos confundidas.

—¿Zofia? No sabía si querías quedarte con esto. Me giro hacia la voz, veo a la enfermera rubia que sale caminado por la puerta; su boca es como un moño rojo. Me entrega una carta. El sobre está escrito con mi letra. Devolver al remitente. El remitente soy yo, el destinatario… ni siquiera sé quién era el destinatario. Durante varios meses, desde el día en que me sentí lo bastante bien para tomar una pluma, escribí cartas a todas las personas cuyo domicilio conocía. ¿Lo has visto? Dile que me espere. Pero ya no vivían en esos domicilios, y el correo ya no era el correo. Y yo ya no era yo, pero era evidente que no podía hacer lo que necesitaba desde una cama de hospital. Si quería encontrarlo, tenía que salir de ahí.

Es por eso que, a pesar de que mi mente todavía está blanda, estoy de pie aquí afuera y las otras chicas todavía están en la ventana.

Dile que los médicos no me dejarán sola hasta que esté mejor, escribí. Dile que no estaré mejor hasta que salga y lo encuentre.

—Toma, también hice esto para ti —dice la enfermera rubia, y me entrega un envoltorio de tela, tibio aún. Es comida. El calor se siente bien contra mi abdomen. Comienzo a retirar la tela para devolvérsela, pero dice que me la quede.

Así que ahora tengo esta tela a cuadros. Es mía, y con eso el número de objetos que poseo en el mundo se eleva a seis. Después podré doblarla y usarla como pañoleta para sujetarme el cabello, o cortarla a la mitad, en triángulos, y tener dos pañuelos; eso elevaría mi número de posesiones a siete. También tengo un vestido, ropa interior, un par de zapatos, un billete de gran denominación que me donaron y un documento en donde se explica que fui prisionera en Gross-Rosen. Se supone que me conectará con organizaciones de ayuda y me ayudará con las raciones de comida. Los trabajadores que me lo dieron dijeron que sería mi posesión más valiosa.

—Siguiente —dice la funcionaria. Tiene la edad de mi madre y algunas arrugas en la frente que apenas empiezan a suavizar su rostro. Detrás de mí la fila crece con la llegada de más pacientes que están a punto de salir. Otro funcionario llega para ayudar.

La enfermera rubia sigue mirándome.

—¿Olvidaste algo más? —me pregunta. Urbaniak, recuerdo. Se apellida Urbaniak.

—Mis zapatos. ¿Dónde están mis zapatos?

¿Por qué no me di cuenta antes? Acabo de mirar mis pies y las botas de cuero que tengo puestas no son mías.

—Ésos son tus zapatos. Tus zapatos nuevos. ¿Recuerdas?

Es amable. Entonces recuerdo: las botas cafés son mías porque cuando llegué al hospital, hace meses, calzaba los zapatos que me habían dado los nazis; no me quedaban bien y tenían muchos agujeros. Mis pies estaban helados y tan hinchados que una enfermera no pudo quitarme los zapatos, tuvo que cortarlos por la lengüeta. Las enfermeras dicen que lloré, aunque no lo recuerdo.

Resulta que, si tienes que perder dedos de los pies por congelación, es posible prescindir del tercero y cuarto sin afectar demasiado la capacidad de caminar y el equilibrio.

—¿Estás segura de que no quieres quedarte más tiempo, Zofia?

—Recuerdo mis zapatos, por un momento se me olvidaron.

—Ya me lo habías preguntado una vez hoy.

Me obligo a sonreír.

—Dima va de salida rumbo a su nuevo puesto y tiene auto para llevarme.

Dima-el-soldado es quien me trajo al hospital, que no era hospital en ese entonces, sólo un edificio lleno de catres y botellas de yodo. El jeep militar color rojo de Dima también estaba lleno de personas. Los rusos habían liberado Gros- Rosen tres días antes, pero pronto quedó claro que nadie, incluidos los soldados rusos, sabía cómo se suponía que debía verse la liberación. Cientos de nosotros seguían dentro del lugar, demasiado débiles para salir. Dima me encontró apenas consciente en la barraca de mujeres, lo supe más tarde cuando contó el suceso en el polaco chapurreado que aprendió de su madre. Tuve suerte de desmayarme porque, en el momento en que me hizo recobrar el sentido acariciándome la cara, ya habían entregado todas las buenas raciones: el chocolate brilloso y la carne enlatada.


¡Gracias por leer a Monica Hesse!

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