Severiano y los tamales del amor
Miró el calendario y sintió como si le apretaran el cogote, la lengua se le volvió pastosa y pesada.
En la radio sonaba La hora de Juan Gabriel. Lengua de buey, alcanzó a pensar antes de que esa cosa tan fea le viniera con todo y la tembladera de manos y la respiración a trompicones.
Cada víspera de fin de mes era lo mismo. Lo desbordaba la ansiedad de no poder pagar el alquiler. Pronto llegaría el día treinta y con él el plazo fatídico.
Salir de los ataques de pánico le implicaba renacer como potrillo pegajoso y frágil. Odiaba esos trances que no podía controlar.
Cuando pudo regular la respiración, sintiendo la playera pegada a los riñones por el sudor, se arrodilló para encomendarse a la virgen de Guadalupe.
—Virgencita, dile al que aprieta pero no ahorca que me eche una mano. Tú sabes, madre, que yo soy hombre de trabajo. Ayúdenme tú y diosito a que se vendan bien los tamales, nomás con eso. Bueno, y también ayúdenme con Juana Gabriela, a veces quiero rajarme cuando viene de la escuela con esas preguntas que debería de contestar su difunta madre, que ustedes tengan en su santa gloria.
La voz de Severiano, grave y limpia, se dejaba oír poco. Si no era para platicar con la virgen o con su esposa muerta, el hombre apenas hablaba. No era partidario de amistarse con cualquiera porque no toda la gente le caía bien. A su hija le dirigía tres palabras porque sólo sabía querer calladito y porque le aterraba hurgar ciertos temas con la niña de once años que dependía de él, pues su mujer había pasado a mejor vida de un cáncer de mama cuando la cría cumplió siete años.
Severiano sentía un secreto miedo hacia las mujeres. Le resultaban misteriosas, con un cuerpo que se modificaba sin decir agua va y con demasiados hervores en la sesera.
Fue el hervor de la olla de los tamales el que por fin le devolvió la funcionalidad. Levantó la tapa y dejó salir el perfume del manjar oaxaqueño con toda su potencia; una nube inundó la casa diminuta.
Cerró los ojos, pero los abrió antes de que el aroma lo llevara a recordar la sonrisa de Verónica, su mujer, y de sentir cómo el pecho se le volvía de cartón mojado evocando aquellos dientes grandes y perfectos.
Carraspeó hondo dos veces para engañar al llanto. Luego resopló como caballo y, con la soltura de quien está acostumbrado al trabajo físico, preparó la mesa para cortar el papel y el plástico en los que empaquetaba los tamales para la venta. Cada noche salía a esa colonia que, aunque a ratos repudiaba, era tierra de vencedores para los de su gremio. La colonia Condesa en la delegación Cuauhtémoc.
Su compadre Elías lo había llevado hasta ahí para que distribuyeran el producto de los patrones del Eje 2, como hacían gran parte de los vendedores de la Ciudad de México. Pero, honrado hasta la desesperación y un punto altivo, Severiano renunció porque los patrones no salaban la masa con tequesquite y entonces, esos no eran tamales oaxaqueños. No, señor.
Convenció a su compadre de que los hicieran ellos mismos. Había noches que agradecía haber conquistado su pequeño territorio de cuatro calles en esa zona porque nunca regresaba sin vender, pero otras maldecía estar tan lejos de su casa y dejar a Juana Gabriela expuesta a todos los peligros del maldito Estado de México. ¿Por qué mierdas había dejado su pueblo? Al menos allá se sentía seguro.
Se subió el pantalón empujándolo con el dorso de la mano por la cadera. Estaba flaco. Su humanidad se diluía entre ataques de pánico o de lo que fueran esas tembladeras del demonio, como él decía, y el desgaste de esas jornadas de padre soltero.