Uno
Hay días en que sería mejor ser transparente, pensó Gerardo Manrique, excomandante de la policía Ministerial del estado de Sinaloa, luego de escuchar una amenaza en su celular que le caló hasta los huesos: Estás muerto Manrique, muerto y enterrado, pinche policía lame bolas. Era una voz cascada, avejentada, pero firme. Estaba cenando tacos de cabeza en el local del Jerdy, uno los mejores de Culiacán, y después de la llamada quedó sin apetito. Paralizado. El olor de la muerte es cempasúchil y lo rondaba. Desde un principio comprendió que se había metido con un pez muy gordo, con uno de los jefes más poderosos del narco, con el que además mantenía una rivalidad esencial; pero fue policía con cierta ética y se hartó de ver cómo ese delincuente actuaba con total impunidad y más perteneciendo a esa institución tan importante que le ponía todo a su favor. El procurador del estado lo había protegido, pero pasaron los años y ahora yacía en alguna tumba oscura de Jardines del Humaya. Se acordó de que cuando descubrieron a la banda de militares traficantes pidieron ayuda pero toparon con pared. La misma pared del infierno. Una de las razones que lo obligaron a jubilarse sin cumplir el tiempo de servicio reglamentario, con la prohibición de hacer contacto con cualquier persona del medio, empezando por policías. Por eso estaba solo, además de que jamás se le facilitó hacer amigos.
Con su esposa y dos niñas vivieron once años en Ciudad Obregón, pero ya cumplían diez en Culiacán. Meses atrás recibió la noticia de que el hombre que encarceló y le costó su carrera había dejado la prisión y empezaba a sonar en el bajo mundo. ¿No le bastaron al capitán Salcido veintidós años a la sombra? Sin duda, la cárcel no afecta a gente de sangre impura, como este tipo que traficó cientos de toneladas de coca y asesinó a más de doscientos sujetos y ahora acababa de sentenciarlo. ¿Quién más si no él podría llamarle con ese tono? ¿Quién más si no él tenía esa voz de fumador empedernido?
En ese momento, su mujer estaba de visita con su familia en Badiraguato, donde la conoció en una misión de la que regresaron con las manos vacías; porque si hubieran querido hacer una detención, hubiera tenido que ser al pueblo entero. Fuenteovejuna, señor. Acababan de conversar por celular y se encontraba bien, le chismeó que una de sus hijas le tenía una sorpresa, que esperara su llamada. Sonó el teléfono y era la indiciada. Hola, viejo cascarrabias, ¿cómo estás? ¿Qué te pasa ahora, hija desnaturalizada? Nada, panzón, simplemente quiero darte una noticia. No me digas que te embarazó ese cabrón; ya te dije que es un pendejo. Pues claro, ¿si fuera un genio crees que se iba a fijar en la hija de un expolicía con veinte kilos de más? Y no estoy embarazada, ¿no has oído hablar de la píldora del día después? ¿Entonces por qué te casas? Porque quiero, y, como te habrás dado cuenta, no te estoy pidiendo permiso, sino avisando. Silencio. Pinche plebe, igualita a su madre, bien determinada. Bueno, si ya lo decidiste, felicidades. Gracias, papá. ¿Y cuánto me va a costar? No seas presumido, viejo barrigón, bien sabes que tu pensión apenas alcanza para ustedes, así que sólo danos tu bendición. Pero podemos aportar algo. En nueve días tenemos cita en el Registro Civil; vengan y nos invitan a comer. Elige un buen lugar. Gracias, viejo mantecoso.
Se quedó quieto en el fondo de la taquería, desde donde habló con su hija, que lo hizo olvidar su bronca por un momento. ¿Hasta dónde llegaba la ferocidad de su enemigo? ¿Intentaba amedrentarlo? Claro que no. Quería que se angustiara, que se arrepintiera de haber nacido, que pidiera perdón arrodillado. Por eso le avisó, para que sintiera escalofrío y era justo lo que experimentaba. Hijo de su chingada madre, pero no la tendría fácil. Él no era chica paloma, practicaba tiro con frecuencia y su mano continuaba firme. ¿Alguien a quien pedir ayuda? Nadie, la gente más poderosa sólo trabaja para sí misma y varios están metidos hasta el cuello en la inmundicia. Pagó la cuenta, echó un vistazo a cada lado de la calle y abordó su camioneta. Ocho veintinueve de la noche. Era alto y robusto. Vestía jeans y camisa a cuadros. Avanzó tranquilo. Si el diablo no tiene prisa, yo tampoco, rumió al llegar a la primera esquina, justo antes de que una Hummer negra lo embistiera y dos tipos con pasamontañas que salieron de un auto estacionado a unos pasos le vaciaran dos fusiles AK-47. Los cristales no impidieron la entrada de los primeros disparos, mucho menos del bazucazo que llegó de la Hummer y se llevó media cabina. En un postrero esfuerzo vació su Beretta contra sus atacantes, pero sólo consiguió herir levemente a uno en un brazo. Mientras se le iba la vida, tuvo dos pensamientos claros: su amorosa familia y que para nada se arrepentía de haber detenido a uno de los jefes más implacables y sanguinarios, cabecilla de un grupo de militares corruptos que manejaban su propia red de tráfico en el norte del estado de Sonora y el sur de Arizona. Hay noches en que los hombres duros sí bailan.