Entonces el puente, claro. ¿Cómo tender el puente, y en qué
medida va a servir de algo tenderlo? La praxis intelectual (sic)
de los socialismos estancados exige puente total; yo escribo y el
lector lee, es decir que se da por supuesto que yo escribo y tiendo
el puente a un nivel legible. ¿Y si no soy legible, viejo, si no hay
lector y ergo no hay puente? Porque un puente, aunque se tenga
el deseo de tenderlo y toda obra sea un puente hacia y desde
algo, no es verdaderamente puente mientras los hombres no lo
crucen. Un puente es un hombre cruzando un puente, che.
Julio Cortázar, Libro de Manuel
1
La incomodidad de no entender. El entender sin captar palabra. Algo así debía decirle, de menos a más en la amargura del semblante, torrente de desaprobación y violencia gestual: “Fíjate en la sombra. Abre los ojos. Ese no es el efecto. ¿Adónde vas? A nadie conmueves… tú nunca vas a transmitir algo… contigo he perdido el tiempo… ¿No te enteras? ¿Te parece que esto es Renoir? ¿Quién te dijo que servías para pintar? ¡Déjalo!
¡Haces pura mierda!”.
Algo así, aunque quizá otra cosa. Algo parecido, si no es que interpreté mal, que eso siempre es posible y más cuando se desconoce el idioma. Algo así, desde las instrucciones iniciales que eran recatadas, hasta las últimas tan agresivas.
El aprendiz sostenía el lápiz con su trémula mano derecha y posaba la izquierda bajo la nariz, buscando en el olor algo que lo indultara, en tanto el despiadado maestro —o mentor, o padre— no hacía nada por moderar los vocablos eslavos de reproche, que resaltaban sobre ese barullo inglés del museo que sonaba a oleaje.
El Renoir original se erigía como musa y, a mi criterio, lucía casi idéntico a la versión lograda por el niño copista, aunque a los ojos del mentor algo o todo salió mal. Los gritos me habían sacado de un largo trance, justo cuando tenía en mi campo de visión tanto el cuadro genuino como, dos metros abajo, su quebradiza réplica. Trance a ritmo de pasos mojados sobre un piso de madera que, ahora lo pienso, increíblemente no se ensuciaba. Trance melancólico y depresivo al que me trasladaba la exhibición, pero al que ya me había orillado, por mucho que me resistiera a admitirlo, mi frustrada carrera como novelista.
Era la penúltima sala de la National Gallery. Se exponía la colección de Paul Durand-Ruel, el hombre que, según clamaba la publicidad en la fachada sobre Trafalgar Square, vendió mil Monets y puso al impresionismo en el mapa. Eran larguísimas las filas para recoger los boletos forzosamente comprados de antemano y resultaba necesario formarse unos minutos para dejar paraguas y gabardinas en el sitio correspondiente. El museo, con sus techos no muy altos y arqueados, estaba tan húmedo como atestado, limitando a los visitantes a un máximo de veinte o treinta segundos ante cada cuadro (exactamente lo que duraba la explicación de la mayoría de las obras en las multilingües audio guías, sin dar pauta a mi vieja manía de escuchar los comentarios
en dos idiomas y comparar sus palabras).
Estaba en Londres, en uno de esos viajes de cuatro días que esporádicamente organizaba para dotar de ideas a mi literatura, al tiempo que buscaba temáticas atractivas para vender textos a alguna revista (lo segundo sucedía mucho más que lo
primero, cosa que, muy por las malas, estaba a unas horas de admitir). Procuraba ir en los períodos más lluviosos del año, poniendo mis intentos de renglones en manos de la tormenta, de su sonido, de su olor, de su encharcado eco, de su alborotado río. Para modelar un fracaso, todo cliché es bueno: soledad, lluvia y letras. Y para soledad y lluvia, ningún cliché como Londres.
A la última sala de la exposición se accedía por un ángulo muy forzado, justo después de ver una recreación de cómo fue la casa parisina de Ruel, plagada de impresionismo, y tras superar un embudo de personas brotando desde tres direcciones hacia un espacio demasiado apretado; para colmo, con tapicería en color fucsia y con un imperceptible banco al centro que ya acumulaba una buena colección de rodillas moreteadas.