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Antes que yo, fue el Caos, el gran desorden, lo indefinido, la revoltura de oscuridad y luz, cielo y abismo, arriba y abajo, ligereza y peso, agua y tierra. No había quién lo percibiera. Todo era in definido, incompleto, suspenso. Todo ardía, sin mesura.
Lo disforme era magnífico a su manera.
Del Caos tengo idea. No lo conocí de primera mano, pero el Caos es parte de lo que soy. No soy excepción en el Cosmos, el Caos hoy está presente, su fuerza anima al Universo.
Por mí existen el dolor y el placer humanos; por ser yo heredera del Caos, se confunden dolor y placer en los humanos.
Después del Caos, la Tierra empezó a girar en su eje, y sucedió su gravitación. No abundemos, porque esto, la transformación, el desfiguro, la desconsidera da centralización, podría ser toda la historia. Deten gámonos en otras:
Persiguieron a la Tierra dos luminarias —el Sol y la Luna—, multitud de estrellas, los cometas, los atolondrados asteroides y otros cuerpos siderales sin nombre, algunos desgajándose y desorbitados, sin ton ni son. En honor a la verdad, el Sol no perseguía a la Tierra, pero en aquel entonces así parecía y por lo dicho hay que anotarlo así.
No era insensata la dicha percepción: nuestro planeta, vestido de atmósfera, era la aparición de la belleza. La belleza conlleva el horror: los titanes bro taron desde el centro terrícola respondiendo al lla mado de la Luna y del Sol. No obedecían a la presión interna de la Tierra, como sí los géiseres, los ojos de agua, o el fuego de los volcanes.
Los titanes era desfiguros. Su forma, la impronta del Caos. Eran sombras retrasadas, de lenta aparición, lerdas sombras viajeras, procedentes de tiempos an teriores sin razón de ser propia. Su disformidad, y no su dimensión, les ganó el nombre, porque en la Tie rra todo ser animado tiene alguna cordura en su for ma, excepto los perecederos titanes.
Los sucedieron los gigantes. Con ellos conviví, pero puedo decir poco, porque sólo el infante pue de ver a los gigantes con claridad, y yo nunca fui niña. Fui desde un principio una adulta, o esto de la edad que soy yo, la pausa de lo eterno.
La leyenda dice que los gigantes eran hijos de los titanes. Ésta no tiene fundamento, porque los previos a Eva no concibieron prole; los titanes se extinguieron sin dejar descendencia. Yo soy la pri mera que engendró vástago, mientras que titanes y gigantes brotaron, surgieron, como explota el vol cán o da vida la semilla. Antes de mí, lo creado era lo que se desencadena, conmigo dio inicio el naci miento. Previo a mí, el Caos y la Eternidad. Lo ge nerado era sin madre.
Oh, ay, la Madre: ella es la irrupción, la perso nificación de la hechura, la presencia del oscuro ducto que nos trae a la vida, y aún peor: la cuida dora de la semilla, la alimentadora, la procuradora. Figura atroz. Valdría ponerla en duda, en lugar de celebrarla, porque ello, ella, eso, nos devora. Entra mos al mundo por lo que nos consume, por doble vía sin la aceptación de la Madre.
Pasado el tiempo, los gigantes tuvieron hijos con las de nuestra especie. Engendraron seres soberbios y desdeñosos de todo lo bello; confiados en sus ca pacidades, cometieron iguales desmanes que los atri buidos por algunos a los gigantes.
Las humanas copularían también con ángeles. Las criaturas concebidas por ángeles y mujeres se muda ron a la primera ciudad, arruinando el sueño de Caín que después tendría Noé: crear una raza libre de per versidad, acortando la vida de sus habitantes, pues si longevos, algunos serían perversos, y conocerían el placer de los vicios. Esa historia vendrá adelante.
Los “oleajes” del Caos, algunos de alcance uni versal, otros regionales, en batallar formidable, pa saron por episodios bélicos narrables.
Uno de estos últimos empezó cerca de la Tierra, un poco más allá de la Luna. Fue cuando Belcebú, el mayor de los ángeles, cayó de allá, por arrogante, traicionando su energía sideral; se precipitó echando mano de la atracción geodésica, anclándose aquí en tre nosotros como nuestro par. Episodio de natural irreversible.