Tejer la oscuridad

porEmiliano Monge

10 minutos

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Tres regalos

(Agosto, 2029)

Esta mañana, después de vestirme, abrazarme y llenarme de besos, Laudo me contó que había peleado con Madre y que pensaba irse del hospicio. Pero seguro vendré mucho, Laya… si me marcho seguiré viniendo siempre, me prometió: a verte a ti y a los demás. Como menos, estaré presente en todos los bautizos, Laya, puedes estar segura de eso. ¿Te imaginas cuando llegue el día en el que tú seas a quien bautice? Antes de despedirnos, Laudo también me dijo que me tenía una sorpresa. Y esa sorpresa eran estos tres regalos: un estuche de lápices, este libro en el que por primera vez escribo y un pequeño bulto hecho de lana, plumas y conchas, blanco como un colmillo y suave como la piel de los más chicos. Cuando puso el bulto entre mis manos, Laudo me contó que también a él se lo habían regalado. Hace muchos años, aseveró: en el hospicio en el que estuve, cuando era, cuando vivía igual que ustedes.

Los individidos de Laudo

(10:15 a.m., 12 de enero de 2033)

No voy a conseguirlo. No llegaré a tiempo de salvarlos.

Apenas ayer, el enemigo estaba a dos días de camino. Eso aseguraban las noticias. Pero resulta que alcanzaron Zamora mucho antes.

Por acá, cortaré camino si atravieso ese solar que fuera parque. Sitiaron la ciudad mientras dormíamos los que no hemos sido evacuados. Igual y sí… igual logro llegar al hospicio antes que el enemigo y antes incluso de que arriben ahí los nuestros.

Y es que el problema, ahora mismo, no es el enemigo: los autosacrificadores han tomado los retenes, pero no han conseguido atravesar nuestra primera línea de defensas, nos dijeron hace rato. Por eso ahora el mayor peligro para nuestros chicos es nuestra propia autoridad.

El Consejo ha hecho lo mismo en todas las ciudades que estamos por perder: no dejar rastro de quienes no se duplicaron después de que el cielo mostrara su funesto presagio, aquella como espiga de fuego, aquella llama en lo más alto. Mejor perderlos que dejarlos en sus manos, justifica siempre nuestra mayor autoridad. Los autosacrificadores podrían descubrir lo que nosotros no hemos conseguido.

Si me meto por acá, por este callejón, cortaré otro muy buen trecho. Llegaré a tiempo al hospicio, quizás incluso llegue antes. Hasta hoy, nunca había cuestionado las palabras del Consejo. Pero de repente entiendo todo de otro modo: no quiero que nadie mate a mis chicos, a los individidos de Laudo.

Cruzaré ahora esos escombros. No es porque sean míos, tampoco porque Madre y yo podamos perder todo. Ni siquiera tengo claro por qué sea, pero de pronto no quiero que nadie más me los lastime, que decidan qué va a sucederles.

Quizá sea que los quiero, que después de tantos años, el cariño que les tengo es más importante que lo que diga el Consejo. Eso es, cada vez estoy más cerca.

No… no puede ser, estoy oyendo sus sirenas. No conseguiré llegar a tiempo.


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