Vivir en una ciudad es vivir entre historias: las que se escriben en libros, las que circulan en periódicos y pantallas, las que se transmiten de boca en boca y mutan bajo una lógica similar a la de los virus, esos entes que sin siquiera estar vivos se replican en un afán obstinado por permanecer en el mundo. La ciudad es el campo en donde las historias se crean y se reproducen. Y es también el lugar en donde mueren. Las historias se extinguen porque la ciudad, escenario de la realidad, es silente a pesar de su bullicio: no puede contarse a sí misma, no puede contar nada en absoluto. A las historias, como ya lo señaló Sartre, no las cuenta la realidad, las cuenta el lenguaje humano, la memoria.
Pero el lenguaje es traicionero: ¿cuántas veces no nos hemos quedado pasmados ante algo que no atinamos a describir: una atmósfera, un semblante, un sentimiento? Queremos contar algo y las palabras que elegimos se nos rebelan como bestias mal domadas. Queremos dar cuenta fiel de la realidad, de un pequeño fragmento de la realidad, y terminamos hablando de nuestra finitud, de nuestros propios miedos y deseos. Desconfiamos de las palabras porque —especialmente en esta era abrumada por la imagen y el registro— estas nos parecen demasiado escandalosas para hacer eco del silencio, y a la vez, demasiado opacas como para referir a la vorágine de la existencia.
El conjunto de relatos que el lector tiene en sus manos fue escrito en un intento por contar historias de la forma más honesta que reconozco posible: aceptando este carácter oblicuo del lenguaje y aprovechándolo a favor de la propia historia. No importa que sea imposible “reproducir” la realidad con una herramienta que deja las manos astilladas; no importa que cualquier imagen en nuestra computadora, por fútil que sea, valga más de mil palabras. Las historias nacen en el lenguaje y en él alcanzan su sentido más profundo, el que se les escapa a las grabadoras y a las cámaras, el que se encuentra enmarañado en las voces y los gestos de la tribu. No estoy segura de haber cumplido a cabalidad con esta misión, pero sí puedo afirmar que lo intenté, incluso antes de plantearme formalmente estas consideraciones.
La mayor parte de los relatos que componen Aquí no es Miami fueron escritos en un lapso de 10 años, entre el 2002 y el 2011. Algunos de ellos fueron originalmente publicados en las páginas de la legendaria revista Replicante. Para esta nueva edición quise incluir una nueva versión, más completa y menos sesgada, de la trágica historia de Evangelina Tejera, y un relato inédito, “La vida no vale nada”, que pertenece a la misma época en que fueron escritas las crónicas de la primera edición: la calamitosa convergencia de los gobiernos de Fidel Herrera Beltrán como gobernador de Veracruz y de Felipe Calderón Hinojosa como presidente de la República.
Una parte de los textos que componen este libro pueden ser englobados bajo el género periodístico de la crónica. Otros se resisten a ser clasificados; yo prefiero llamarlos “relatos”, en el sentido de la primera acepción del término: “conocimiento que se da, generalmente detallado, de un hecho”. No son textos periodísticos porque no incluyen fechas, datos duros ni números de placas de automóviles (en parte, para proteger a mis informantes)