Dos hombres en sus veintitantos están sentados en total silencio en una oficina . Socios . Emprendedores . Dueños de su propio negocio . El poco dinero que quedaba en la cuenta de la empresa se fue en los sueldos y aguinaldos y acaban de echar cuentas por enésima vez . Luego de un rato sin hablar, cierran sus computadoras y se ven a los ojos . Yo soy uno de ellos .
—¿Te queda algo de saldo en tu tarjeta de crédito? —me preguntó mi socio, preocupado .
—Absolutamente nada . Mis tres tarjetas de crédito están al tope . A duras penas junté dinero para ir a casa de mis papás en autobús . Es Navidad y no puedo faltar —le respondí .
—Pues, entonces, hasta aquí llegamos —dijo él .
¿Y qué vamos a hacer con la renta de diciembre? —dije .
—Pues nada, que se cobren con los muebles . Cuando comience el año, lo vemos y tratamos de negociar . De todas formas, traté de hablar con el dueño para avisarle, pero no me contestó . Seguro está de vacaciones —dijo .
—Pues hicimos lo que pudimos, socio —dije, me levanté y le di una palmada en el hombro— .Pásatela bien de vacaciones y en enero aquí nos vemos para terminar —le dije al final y me fui .
Así nos despedimos mi socio Francisco y yo días antes de la Navidad de 2005 . Llevábamos un par de años en el proceso de construcción de una empresa y las cosas no cuadraban . Ese diciembre marcaba el final del sueño y eso seguro implicaría buscar y aceptar un trabajo de oficina, tradicional, y someternos a lo que el mundo decía que “debíamos ser”: empleados . Eternos empleados .
Para mí, aquel día fue de los más frustrantes de mi vida . Si no el que más . Quizá por eso lo recuerdo tanto y todavía me resuena el clac que hicieron las laptops cuando las cerramos luego de pagar el último peso en el último aguinaldo y ver todo en ceros . Quienes han vivido un día así saben que ese momento es cuando caen en la cuenta de que su empresa les hizo perder todo . Es un momento de extremo dolor . Pero no sólo eso, ese día sentí un enojo, un coraje mucho mayor porque había cumplido con “todo lo que se tenía que hacer”, con la lista para crear, formar y hacer funcionar un negocio y, sin embargo, no se habían dado los resultados . En aquel momento de mi vida había terminado dos carreras en universidades privadas de prestigio y estaba matriculado en una maestría . Jamás reprobé una sola clase, es más, siempre fui un alumno brillante . Nunca me contenté sólo con pasar con la nota mínima para aprobar . Y a pesar de todo ese respaldo académico, había quebrado mi negocio .
¿Por qué? ¿Por qué a mí? Me preparé . Estudié . Hice caso . Podría decir que incluso memoricé los libros de la universidad y otras decenas o cientos más . ¿Por qué a mí?
La anécdota que acabo de contar suena al final de una historia de fracaso, a un drama deprimente . Si no me conoces lo suficiente, te voy a adelantar en el tiempo, me permitiré un flash forward para decirte en qué deviene la historia . De hecho, viajaremos exactamente 15 años después de aquel maldito día de 2005 . Vamos a 2019, a unos días antes de celebrar Navidad . Mi panorama es muy diferente . La empresa de consultoría que parecía quebrada se salvó, hoy tiene oficinas en 18 países y da trabajo a más de 300 consultores . He escrito ocho libros (éste que tienes en las manos es mi noveno) y he ganado decenas de premios internacionales por mi trabajo, entre ellos, el más importante en real estate de Estados Unidos . Además, logré que la empresa de la que fui fundador funcione sin mí, y ahora trabajo sólo como consejero . Hoy dedico mi tiempo a la educación empresarial y a invertir en activos estratégicos a través de i11 Tierra, mi plataforma de inversión inmobiliaria .